sábado, 30 de julio de 2011

El Africano

Aún quedaban pequeños residuos de sangre en la afilada hoja. Se dedicó a limpiarlos con una esponja humedecida. Recordó cómo su madre lo bañaba cuando era niño, tomando agua del río con una esponja muy parecida a aquella y luego exprimiéndola sobre su cabeza, una y otra vez. El agua siempre estaba fría, y al principio él se estremecía y lloraba, pero después de un rato la descarga de agua era recibida con deleite, pues esa región del África donde había vivido su niñez, era siempre muy calurosa.

-¡Prepárense para salir!

Los gritos del lanista lo sacaron de sus cavilaciones. Puso a un lado el arma y empezó a colocarse su equipo, comenzando por las espinilleras, que ató con fuerza en cada una de sus piernas. Luego siguió la protección para su brazo y hombro derecho que aseguró alrededor de su torso. Tomó luego su casco; este tenía algunas abolladuras y estaba un poco oxidado, pero aún así había salvado su vida en más de una ocasión.

Finalmente, tomó el escudo con una mano, su espada con la otra y se puso en fila detrás de un compañero. A su lado estaba un hombre de baja estatura pero muy fornido. Era un cristiano que había preferido renegar de su religión y por ello, en lugar de ser lanzado a las fieras como alimento, había sido enviado a la escuela para aprender las artes de la lucha. Y aunque aún podría morir en las garras de una fiera o bajo la espada de otro hombre, no lo haría como un resignado cordero, sino luchando como un bravo león.

Se escuchó el rechinar de una gran puerta y la brillante luz del día invadió el oscuro pasillo. El africano volteó la cara hacia un lado, protegiéndose los ojos del resplandor. Vio al cristiano que le hacía una señal de ánimo con su espada y él le devolvió el gesto.

-¡Salgan ya! –gritó el lanista.

El numidio avanzó con paso firme junto con el resto del contingente. A medida que se acercaba a la salida, recordó a su hija y a su mujer, como siempre lo hacía antes de cada combate. Pensó en lo que estarían haciendo en aquel preciso momento. Creyó ver a su hija jugando entre las ovejas, dándoles de comer y luego corriendo entre el rebaño; su mujer vigilaba a la niña desde lejos mientras hilaba una manta; un sol intenso brillaba en el horizonte iluminando la verde pradera. Tocó su pecho con una mano y luego la llevó a su boca, como besando esos hermosos recuerdos, besando a su hija y a su mujer. Seguramente lo daban por muerto hacía mucho tiempo, pero él nunca las olvidaba; pensar en ellas era su único consuelo en medio de tanta muerte, su única motivación para luchar por mantenerse vivo.

Entonces atravesó el gran portón saliendo hacia la luz, hacia el estruendo de los músicos, hacia el rugir del populacho, hacia la arena.

J.R. Abella

1 comentario:

  1. Esto es la prosa me atrae más. Un buen relato del sentir de un gladiador que sobrevive a la barbarie. Me he acordado de los toros que deben sentir que no volverán a las dehesas. Algo ha avanzado la humanidad, pero no mucho, seres vivos siguen muriendo para gozo de bárbaros.

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